miércoles, 15 de abril de 2009

La consulta del doctor Frank Stein

Se había puesto en contacto con él por teléfono y el precio que le ofrecía era tres veces menor que en otros centros. Hacía años que deseaba dar ese paso y por fin encontraba un lugar adecuado para su magra economía.
Reservó un asiento en un vuelo del puente aéreo y se dirigió a Barcelona donde, a las doce del mediodía, lo esperaba en su consulta Juan P.L., el doctor que le aumentaría el tamaño de sus pechos por sólo 450 euros. Tras llegar al aeropuerto del Prat, tomó un taxi y le dio al conductor una dirección del Raval.
Al llegar a su destino se extrañó que un centro de estética se encontrara en ese tipo de edificio y, más todavía, que hubieran tres furgonetas de los Mossos d’Esquadra frente al portal del mismo. Con un poco de temor, subió las escaleras hasta el piso del médico, llegando al rellano en el mismo instante que los mossos salían de la puerta a la que se dirigía con un hombre esposado.
Juan P.L. había sido detenido por realizar operaciones de estética sin titulación médica, con material veterinario y bajo unas condiciones higiénicas vergonzosas.
Con un asombro mayúsculo, vio como los agentes y el detenido bajaban las escaleras y, al verla tan decepcionada, un mosso se acercó a ella y, con lágrimas en los ojos, e explicó toda su aventura. El mosso se compadeció de ella y, para demostrarle de lo que se había salvado, le mostró el “centro de estética” donde Juan P.L. pensaba realizarle la operación. El piso era muy pequeño y los olores luchaban entre ellos para ver cual prevalecía por encima de los demás, un loro no dejaba de martirizar los oídos de todos los presentes mientras tres perros y un gato se mantenían alerta sobre un desvencijado sofá en el salón del piso. El agente la hizo pasar a la “sala de operaciones” donde le mostró la pistola veterinaria que utilizaba el detenido para inyectar en pechos y nalgas un tipo de silicona líquida no apta para usos inyectables, después de anestesiar localmente a sus “pacientes”. Además de esto, y aumentando por momentos el pavor en la cara de ella, el mosso le indicó que en todo el piso no habían encontrado ningún aparato esterilizador y que las agujas que utilizaba el supuesto médico eran reutilizables, con el consiguiente y manifiesto peligro de infección y de transmisión de enfermedades entre las pacientes.
Agradeciéndole efusivamente al agente su comprensión y apoyo, ella bajó las escaleras, tomó un nuevo taxi en dirección al aeropuerto y, tras pagar el viaje, entró en los lavabos. Se abrió su chaqueta, se levantó el jersey hasta el cuello y se desabotonó el sujetador para mirarse los pechos en el espejo del servicio, sin importarle que la vieran otras personas o no.
Todavía le temblaban las manos pero, tras unos segundos con la vista fija en el espejo, una sonrisa le alegró la cara y un suspiro surgió de sus labios mientras pensaba que nunca antes había visto sus pechos tan hermosos.

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