domingo, 3 de mayo de 2009

Historias de mi puta mili 5.0 (odio)

El 23 de octubre de 1983 estaba marcado en mi calendario escrito como el DÍA, ese DÍA en que, por fin volvería a casa, dejando toda la miseria, rencor, podredumbre, odio y maldad atrás. Sería el día que tomaría el barco frente a ese cuartel en el que había sobrevivido durante dieciséis meses para llevarme a mi querida Barcelona, a mi añorada familia y a mis entrañables amigos. A mi novia no porque, con toda la razón del mundo, decidió dejarme tras haber aguantado mi agriado carácter durante algunos meses, especialmente dos meses que ella fue a Menorca para estar más cerca de mí.
En definitiva, el 23 de octubre, dos días antes de la celebración de mi cumpleaños, volvería a estar en casa.
Pero, cada día que pasa, la ley de Murphy tiene más adeptos, consiguiéndolos de las formas más surrealistas e imposibles. A pesar de haber vivido en un barrio de Barcelona considerado violento (cerca de la Perona, en la Verneda) nunca había participado en ninguna pelea, no había dado ni recibido ningún puñetazo, nada, a excepción claro de los cinco años que hice judo, pero eso quedaba muy lejos.
Uno de los compañeros del destino de teléfonos, que era del tercer reemplazo como yo, pero de un año más tarde, tenía una envidia cerval hacia los que se licenciaban pronto y, aunque éramos colegas, conforme se acercaba el día de mi despedida, sus bromas se iban acrecentando, siendo incluso más punzantes y puñeteras. Hasta que un día consideró que la mejor forma de descargar su ira era poniendo en tela de juicio ciertos aspectos de mi vida privada, entre ellos la profesión de mi madre y la limpieza de mi hermana.
No puedo excusarme diciendo que no sé lo que me ocurrió, porque sí sé lo que hice y cómo lo hice. Sólo le di un puñetazo con los nudillos y entre los ojos, en el arco superior de la nariz. Cayó al suelo fulminado, con un ojo que se ponía negro por momentos y un enorme bulto en el tabique nasal. Lo llevaron al hospital y yo fui requerido por el teniente de guardia… sí, el mismo que provocó el accidente de la grúa. Al verme entrar, me reconoció. Yo era aquel tipo al que él podría haber matado si mi compañero no me hubiera cambiado la guardia. Yo era aquel soldado que le miró con ese odio tan profundo en el depósito de cadáveres. Yo era el que nunca dijo nada pero lo recordaba todo. Podría haberme llevado al calabozo, podría haberme enviado al penal de Cádiz, podría haberme jodido mucho. Y lo hizo. Podría haber sido peor, obviamente, pero retrasar cinco días mi licenciatura me provocó vivir mi vigesimosegundo aniversario en el cuartel, e irme sólo a casa, sin ningún compañero.
El día antes de irme, me obligaron a ir al hospital a ver al que golpeé. Estaba con un aparatoso vendaje cubriéndole media cara. Tenía el tabique roto pero el ojo no lo perdería. Me pidió perdón. Yo no le perdoné. Me di la vuelta y lo dejé allí acostado. No me daba pena sino, mas bien, la más pura y absoluta indiferencia que he sentido en mi vida.
El día de mi licenciatura se acercaba y el barco de la Transmediterránea lo veía hermosísimo. Pero eso es la última historia.

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