De un disparo en la cabeza, dicen. Un suicidio, dicen. Hasta
este momento, suposiciones, dudas. Hasta que no se demuestre definitivamente,
dicen. Pero tu maestría con los teclados, tu sentido del ritmo y de
la melodía, tu innovación a la hora de sacar magia de un aparatito con botones,
cables y teclas bautizado como sintetizador, tus escalas a velocidad del
sonido, tu fusión con el bajo de Greg Lake y la percusión de Carl Palmer, tus andanzas
quijotescas entre el rock progresivo, el jazz electrónico y las paranoias
mentales no. Nada de todo esto admite ni la menor sombra de duda, de suposición
o de demostración.
Keith Emerson, una de las dos cabezas del dragón bicéfalo que
gobernó el reino de los sintetizadores de la década de los setenta –junto a
Rick Wakeman en mi humilde opinión-, acaba de desaparecer de este mundo a los
setenta y un años víctima de una bala que quiso conocer por dentro el cerebro de
un genio de la composición y de la interpretación, es decir, de la música en su
estado más puro. Dicen que una de sus manos empuñó el arma y que el gatillo fue
apretado por uno de esos dedos que, incluso una cámara de cine no podía seguir
bien a raíz de su increíble velocidad sobre las teclas.
Que digan lo que digan,
no me importa. Su música, reflejada especialmente en la trilogía de Trilogy,
Brain Salad Surgery y Tarkus –sin olvidar Pictures at an exhibition, of course-
quedará por siempre en el recuerdo de quienes un día escuchamos y alucinamos su
música, esa música que Keith Emerson elevó a la categoría de arte.
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