Y los muertos aquí lo pasamos muy bien,
entre flores de
colores, y los viernes y tal,
si en la fosa no hay plan,
nos vestimos y salimos.
“No
es serio este cementerio” – Mecano
Situada al suroeste de la ciudad de
Barcelona, la montaña de Montjuïc ha sido, es y será un referente para la
capital catalana, tanto en lo positivo como en lo negativo. Con una altura de
tan sólo ciento setenta y tres metros sobre el nivel del mar, Montjuïc siempre
se ha considerado uno de los principales puntos estratégicos para la defensa de
la ciudad, fácilmente demostrable por los restos ibéricos encontrados y que
datan del siglo III a.C., aunque no fue hasta el año 1640, durante la revuelta
contra Felipe IV, que la montaña no conoció la primera fortificación construida
en su cima. Cincuenta años más tarde el fortín se convertía en un castillo cuya
planta ocupaba toda la cumbre del monte. Finalmente, en 1751, y bajo la
dirección del ingeniero militar Juan Martín Zeremeño, se ordenó la destrucción
del antiguo fortín y, ajustándolo a los sistemas defensivos concebidos por
Sébastién Le Preste, señor de Vauban[1], se
modificó el conjunto de fortificaciones. Las obras finalizaron en agosto de
1779 y, con ligeras variaciones, el castillo quedó como lo conocemos a día de
hoy.
La etimología de la montaña de Montjuïc
ha dado mucho que hablar, pero la variante que más se impone es la que dice que
proviene del catalán medieval y significa “Monte de los judíos”, principalmente
por la extensa documentación encontrada y por el uso de la necrópolis entre la
comunidad judía durante más de cuatrocientos años[2].
En la vertiente
marítima o sur de la montaña se encuentra el Cementerio del Suroeste, conocido
popularmente como Cementerio de Montjuïc, y antiguamente como Cementerio Nuevo.
Con una superficie de más de quinientos mil metros cuadrados y unas 152.774
sepulturas, fue
inaugurado el 1 de marzo de 1883 a partir de un proyecto del arquitecto Leandre
Albareda, y la primera persona enterrada fue el indiano cubano Josep Fonrodona
Riva. Considerado como una réplica casi perfecta del Eixample
barcelonés, vio como los grandes apellidos de la sociedad catalana, mientras
hacían construir sus casas modernistas o noucentistes
en el centro de la capital catalana, también levantaban sus mausoleos en este
cementerio. Hoy en día, el Cementerio del Suroeste se considera como
un punto de referencia y visita obligada para estudiar y
disfrutar del modernismo en la arquitectura.
Aunque al pobre
Minguella todo esto de los castillos y modernismos siempre le habían importado
un huevo y parte del otro, y más ahora. Para ser del todo sinceros, nada o todo
le importaban ahora una mierda porque, dentro de un ataúd de álamo, el
Minguella estaba siendo enterrado en el mausoleo de la familia
Bernat-Ulldemunt, por expreso deseo de la señora Assumpta, la viejecita a la
que un día el Minguella le robó una colección de platitos y tacitas de té de
porcelana china, pero como el Minguella le pidió perdón con una intensa sesión
de lengua en sus zonas más íntimas, de la que la señora Assumpta no había
tenido constancia en toda su insípida vida, ésta se dejó ir robando
semanalmente siempre y cuando las sesiones amatorias del Minguella se
realizaran también con una puntual regularidad.
El Minguella siempre
había sido conocido como el Minguella, así, a secas. Su prominente humanidad,
su contagiosa y estridente forma de reír y su legendaria habilidad en ubicar
sus manos en bolsillos ajenos le granjearon una merecida fama de tío divertido,
legal y cojonudo entre todos los habituales del barrio del Raval de Barcelona,
pero poca gente sabía cómo había llegado el Minguella al barrio, y mucho menos
de dónde; muy poca gente sabía que el Minguella nunca había llegado al barrio
porque nunca había salido del barrio, y nadie sabía el nombre de pila del
Minguella porque ni él mismo lo supo en toda su vida. El primer recuerdo que el
Minguella tiene es de cuando un señor, llamado Minguella, le dijo que su mamá
había muerto y que, a partir de ese momento, él mismo lo cuidaría hasta que ese
crío con el que estaba hablando, con orejas de soplillo y piernas rechonchas,
pudiera valerse por sí mismo para devolverle con creces toda la educación que
el Minguella sénior daría al Minguella junior. Años más tarde, el Minguella
niño supo que su madre había sido una prostituta alcohólica llamada Eugenia,
que murió tras tirarse por el balcón de un tercer piso durante un ataque de delirium tremens y que el Minguella que
lo rescató era, en realidad, el
patrón de la Eugenia al que le había dejado una deuda de más de mil reales y
que, para recuperar esta cantidad, esclavizó y educó al recién nombrado
Minguella como un ratero de calle, como un Fagin[3]
del siglo XX.
Años más tarde, cuando
el Minguella ya se había convertido en algo tan común en el barrio como el Colón
al final de les Rambles o un meado de perro en una esquina, en un arrebato de
sinceridad producto de la melopea de copitas de ginebra, se abrió al Heredia en
canal y le relató todas sus penurias y miserias vitales. El Heredia quería al
Minguella como a ese hermano mayor que nunca había tenido, y no descansó
durante días hasta encontrar al ‘abrón
del Minguella mayor. Por fin, tras diversas visitas, tanto a las oficinas del
distrito de Ciutat Vella como a la comisaría situada en el centro de la calle
Nou de la Rambla para hablar con el comisario Huertas, -que le debía algún
favorcillo tras el carpetazo dado al caso del asesinato de varias prostitutas
en la zona[4]-,
descubrió que el verdadero nombre del tal Minguella había sido Hermenegildo
Urbano Antequera, nacido en el pueblo de Igea, municipio de la Rioja y
perteneciente a la comarca de Cervera, fallecido víctima de un atraco a mano
armada en plena calle de les Flors, frente al teatro Tantarantana, unos diez
años atrás y todavía considerado un caso sin resolver por no haberse encontrado
ninguna pista del posible asesino o asesina. Tras la lectura de la partida de
nacimiento del muerto, el Heredia pudo entender el origen del nombre de su
amigo, Hermenegildo Urbano había nacido en la plaza del Obispo Minguella del
mencionado pueblo riojano.
Varios años más tarde,
el Minguella, en plena faena amatoria con la señora Assumpta, sintió un
pinchazo muy fuerte en el brazo izquierdo.
- Y ese pinchazo fue el
inicio de un infarto, tío.
- No jodas.
- Jodo, jodo.
Pero como la Assumpta
había iniciado su concierto de “aideumeu”,
“noetparisquetmatu” y “lavergedelcarmequeemcorru”[5],
el pobre Minguella mantuvo su miembro viril enhiesto y rodeado de humedades
íntimas hasta que el corazón le falló y cayó cual Cristo nazareno, con los
brazos abiertos sobre el todavía convulso cuerpo de la señora Assumpta.
- Como te lo digo,
murió follando.
- No me jodas.
- Te jodo, te jodo.
Assumpta Ulldemunt i
Fargues había padecido durante casi cuarenta años la eyaculación precoz de su
marido, el noble notario don Esteve Bernat Butí que, bien por orgullo, bien por
machismo, bien por gilipollismo,
siempre creyó a pies juntillas que el no haber tenido descendencia había sido
por culpa de la infertilidad de su esposa. Dos semanas después de enterrar a su
marido, víctima de una enfermedad inflamatoria intestinal que le llevó a
desarrollar un herpes zóster mórbido, la señora Assumpta se encontró con que
ese señor tan orondo y amable que había conocido en el café Sandor de la plaça
Francesc Macià era, en realidad, un vulgar ratero que le haría alcanzar la
gloria varias veces en pocas horas. A partir de ese momento, el Minguella se
convirtió en su amante bandido particular, y cuando el pobre diablo encontró su
muerte en plena faena, la señora Assumpta, ni corta ni perezosa decidió
enterrarlo junto al cuerpo de su marido en el mausoleo que el notable notario
había construido para que el amor matrimonial fuera eterno.
- O sea que, además lo
entierra junto al marido.
- Si, tío, si. Y cuando
ella muera quiere ser enterrada al lado del Minguella, como si fuera un trío.
- Hay que joderse.
- Nos jodemos, nos
jodemos.
Y la señora Assumpta
inició todos los preparativos para organizar el sepelio del Minguella en su
mausoleo. Pero dichos preparativos fueron largos, larguísimos, inacabables,
infinitos, inagotables, porque el
Minguella no tenía papeles, su madre no lo había registrado y el Minguella no
existía en ningún expediente, en ningún registro, el Minguella estaba muerto
pero era como si no hubiera nacido.
- Y va y no lo
encuentran por ningún lao.
- ¿Pero na’ de na’?
- Había vivido pero no
estaba anotao como nacido, por lo que
no podía estar muerto.
- ¡Ahí va la hostia!
- Joder si va, joder si
va.
Una gran multitud de
vecinos se habían congregado en el cementerio para dar el último adiós al
Minguella; algunos habían ido en coche particular y otros en taxi, aunque la
gran mayoría habían llegado tras haber tomado el autobús 21 en el Paralelo y
enlazar con el 107, el autobús interior del cementerio de Montjuïc, que sale
cada media hora de la puerta del camposanto y realiza una circunvalación por
sus diferentes vías[6].
Torcuato Cienfuegos, conocido por todos
como el Torcu y dueño del bar Casa Pío situado en la calle Arc del
Teatre, a escasos metros de Les Rambles, había cerrado excepcionalmente su
local y, junto a su mujer Milagros, y sus amigos Heredia y Charly, paseaba entre los altos cipreses que daban sombra a las
paredes de piedra, repletas de nichos semejando un enjambre de abejas.
- Hacía mucho ‘ue no venía –comentó Heredia.
- Pues yo no había venido nunca –dijo
Milagros-. Y mira que es bonito y qué vistas tiene al mar. Como que no
importaría morirte para conseguir una última morada en primera línea de playa.
- Pues a mí que no me busquen –replicó
el Torcu, alzándose con las dos manos
la cintura del pantalón para intentar colocarla sobre su voluminosa barriga-.
Prefiero que hagan una buena parrillada con mi cuerpo serrano que meterlo en
una caja para que lo disfruten gusanos de todo tipo.
- Tampo’o
habría madera suficiente para meterte dentro –soltó Heredia con una media
sonrisa.
- Joder –respondió el Torcu -. Mira quien fue a hablar.
José Heredia Amaya era feo, aunque feo
no fuera la palabra exacta. Utilizando la descripción que solía utilizar el
propio Heredia, él era un cuadro viviente del Picasso cubista. Con una pequeña
joroba que lo decantaba a caminar de lado y le provocaba que un brazo le
llegara a la cintura y el otro casi a la rodilla, una cabeza un poco más grande
de lo normal y un recuerdo perenne en su cara del acné que padeció durante una
larga infancia, adolescencia y juventud, el Heredia era un tipo que no pasaba
desapercibido. Pero, a pesar de todo, el Heredia era feliz, sobre todo desde
hacía casi doce meses cuando su Lola había dado a luz a Laura, una niña
preciosa, rubia, con unos hermosos ojos verdes y una sonrisa perpetua en su
perfecta boca.
Hasta pocos días antes que Heredia le
solicitara en matrimonio, Lola había sido una de las prostitutas habituales del
barrio chino, pero desde aquella fecha Lola sólo había permitido que fuera un
hombre quien la tocara, y ese hombre no había sido más que su gorila particular
como ella lo llamaba, un hombre con una increíble fealdad exterior pero con tal
fuerza y hermosura interior que sería capaz de cortarse él mismo un brazo y dar
su última gota de sangre para que a ella y a su Laura no les faltara de nada.
Dolores Azaña Gómez había visto su
primera luz en una cabaña remota al pie de El Monte, cerro de Sierra Ministra y
situado al sur de Palazuelos, perteneciente al municipio guadalajareño de
Sigüenza. Su padre, hombre solitario y huraño que prácticamente se había criado
entre jabalíes, tejones y zorros, era pastor de ovejas desde que tenía memoria
y, un buen día, sin plan previsto ni hostias, raptó a una adolescente que había
ido a recoger flores junto al acuífero. La vio, no lo pensó y se la llevó al
monte, a su barraca. Diez meses después nacía Lola y moría su madre. Cuando el
cabrero comprendió que no podía cuidarla, decidió dejar a la recién nacida
junto a la Fuente de los Siete Caños, cercana a la Puerta de la Villa de
Palazuelos.
Dos horas más tarde, Lola fue encontrada
por Aciscla Gómez, una vecina que había ido a llenar dos garrafas de agua a la
fuente y que había padecido la pérdida de su hija diez meses atrás, cuando
aquella había ido a recoger flores para la tumba de su abuela junto al
acuífero.
Lola se crió entre algodones y
puntillas, entre quemas del boto[7]
y romerías a Mirabueno, campeonatos de tanguilla[8] y
procesiones del Santo Entierro. Hasta que un día, recién cumplidos los
dieciséis, Lola fue a recoger flores junto al acuífero y el hijo del alcalde,
junto a otros tres amigos, la abordaron y la violaron salvajemente por turnos,
dejándola malherida y destrozada entre los matorrales. Alzándose a duras penas,
consiguió llegar hasta su casa y, tras acostarla en su cama y dejarla al
cuidado de varias vecinas que habían acudido a su llamada, Aciscla Gómez agarró
con fuerza su escopeta de cartuchos para dirigirse a la casa del alcalde. Llamó
a la puerta y cuando vio que era el propio hijo quien le abría la puerta, alzó
los dos cañones y dejó que la fuerza de su dedo índice sobre los gatillos
hiciera el resto.
Seis meses más tarde, y tras despedirse
de su madre en las dependencias policiales de Guadalajara, Lola tomaba un tren
con destino a Barcelona y a la aventura.
- ¿Me imagino ‘ue mañana vendréis a celebrar el aniversario de Laura, no?
–inquirió Heredia a sus amigos con su característico deje gangoso.
- No me lo perderé, Heredia –confirmó Charly con su calma habitual.
Charly era el
orgulloso padrino de Laura y ni un conflicto nuclear le hubieran hecho perderse
la celebración del primer aniversario de su ahijada.
Charly y Heredia eran
amigos desde la infancia, pero por más que lo vieran nadie se lo creía, porque Charly y Heredia eran la antítesis el
uno del otro, la cara y la cruz, el ying
y el yang, el blanco y el negro, doctor Jeckyll y mister Hyde, vamos, que en lo único que se parecían era en el
blanco de los ojos…, y ni así, porque el Heredia siempre tenía unas venillas
rojas en los alrededores del iris que…
Carlos Ramírez Turín, Charly para los amigos y conocidos era,
según palabras de la mayoría de las mujeres que lo conocían, el animal
masculino más bello que habían visto y deseado. Vestido siempre de negro o gris
marengo y luciendo unos trajes, camisas y zapatos de gran calidad, sus largas
pestañas, su nariz perfectamente perfilada, sus carnosos labios, su bien
peinada mata de pelo negro y, por encima de todo, sus profundos, melancólicos,
duros e hipnóticos ojos le hacían destacar allí donde sus ciento ochenta y tres
centímetros de altura lo encontraran. Nacido en un pueblo de la provincia de
Jaén, Carlos Ramírez llegó a Barcelona a la edad de tres años, con sus padres y
sus dos hermanos, instalándose en el barrio de Sant Martí de Provensals, cerca
de la antigua zona marginal conocida como la Perona. Junto a sus amigos de la
infancia, Heredia entre ellos, inició sus aventuras delictivas en su barrio
para, más tarde adentrarse en el mundo de la prostitución mediante la ayuda de
uno de los proxenetas más conocidos de la ciudad, Eudaldo Llobet, más conocido
como el Pisha, que lo instaló bajo su
ala y lo hizo su socio. Tras varias situaciones que le obligaron a sacar
fuerzas del subterráneo[9],
demostrando su habilidad y sangre fría, Charly
se había ganado una merecida fama de amigo de sus amigos, pero mucho cuidadín
si dejabas de serlo, porque si todas las féminas suspiraban cuando veían la
lengua de Charly dar círculos
alrededor de su amuleto -una piedra ambarina de casi un centímetro de altura
incrustada en un anillo de plata que llevaba en el dedo anular de su mano
derecha, y con una forma sospechosamente similar a un pezón femenino-, pobre
del mortal que se encontrara frente al dueño de ese anillo cuando esos ojos
negros se tornaban fríos y amenazadores mientras la lengua iniciaba su danza
circular con la piedra.
- Nosotros tampoco faltaremos, ¿verdad Torcu? –preguntó sonriendo Milagros.
- ¡Cómo vamos a faltar si lo celebramos
en Pío, joder! –respondió Torcu con su habitual vozarrón-. Que ya
estoy pensando en cambiar el nombre de Casa
Pío por Bar BBC, bodas, bautizos
y comuniones.
- Pues si te molesta nos vamos a otros
sitio, ¿eh? –replicó Heredia mirando con sorna al Torcu-. Vamos ‘ue no hay
sitios por el barrio para celebrarlo.
- ¿Y a mí ‘ue me parta un rayo? –inquirió Heredia.
Tras el sepelio todo el mundo salió
tranquilamente del cementerio dirigiéndose a sus respectivos quehaceres. Todos,
excepto la señora Assumpta, que permaneció unos minutos más frente al mausoleo
donde, con letras góticas sobre mármol extraído de los Alpes Apuanos en
Carrara, se veía cincelado con solemnidad el nombre de su marido y donde, a
pesar de todas sus negociaciones, le había sido imposible añadir la grabación
de su añorado Minguella.
Pero de haber estado presente en su
sepelio, el Minguella –como muchas veces decía él- hubiera alucinado por un
tubo al comprobar cómo un tipo sin papeles ni documentación oficial, que se
había dedicado toda su vida a afanar del prójimo sin daño ni violencia y que no
había salido nunca del barrio del Raval, había sido enterrado rodeado de
personajes célebres como Joan Miró, Jacint Verdaguer, Isaac Albéniz, Lluis
Companys, Buenaventura Durruti, Santiago Rusiñol, Margarita Xirgu, Hipólito
Lázaro o Àngel Guimerà entre otras muchas personalidades.
[1] Conocido comúnmente
como Vauban, fue ingeniero militar, Mariscal de Francia y consejero del rey
Luis XIV, aunque su fama se debe a su habilidad en el diseño y conquista de
fortificaciones militares.
[2] Hasta el año 1391,
fecha en la que se inició el expolio de las lápidas funerarias tras la
destrucción del barrio judío o call de Barcelona.
[3] Personaje de la novela
Oliver Twist de Charles Dickens
[4] Leer El pañuelo es un mundo. Entre paralelos y
meridianas
[5] “Ay, Dios mío”, “no
te pares que te mato” y “la virgen del Carmen que me corro”
[6] Su origen data del 31
de octubre de 1968, vigilia del día de Todos los Santos, con un horario de 7:45
hasta las 19:00. En esa época carecía de número, sólo constaba “Interior
Cementerio” hasta que, a finales de 2002, tras la adaptación que hizo la
empresa Transporte Metropolitano de Barcelona (TMB) a la numeración adjudicada por la Autoridad del Transporte
Metropolitano, a esta línea se le asignó el número 107.
[7] Tradición en honor a
san Roque, en la que se quema un boto o bota impregnado de pez frente al nicho
u hornacina con la imagen del patrón del pueblo.
[8] Juego de puntería
donde la tanguilla o cilindro de madera de unos 20 cm de longitud y de bases
lisas se coloca en el centro de un círculo, y debe ser derribada desde una
distancia de unos veinte metros mediante el lanzamiento de unos discos de metal
llamados tejos.
[9] El pañuelo es un mundo. Entre paralelos y meridianas
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